Editorial de La Jornada
Los señalamientos de Clinton refuerzan la percepción de que, pese al arribo de Barack Obama a la Casa Blanca, hace ya casi un año, se mantiene intacto el espíritu injerencista, unilateral y arbitrario que caracterizó la política exterior de Washington durante la era de George W. Bush. Alguien debería recordarle a la encargada del Departamento de Estado que ningún país tiene derecho a erigirse en juez de otros, aprobar o desaprobar el desempeño de éstos en ámbitos particulares, ni mucho menos hostilizarlos por decisiones soberanas, como establecer relaciones diplomáticas con otras naciones.
Si lo que Washington desea es desactivar el riesgo de que se generen espirales armamentistas -atómicas o no- en la región y en el mundo, antes que recurrir a amenazas como las proferidas por Clinton tendría que revertir la percepción generalizada de que su propia política exterior representa un peligro para naciones que, como las mencionadas Venezuela y Bolivia, han decidido apartarse de la preceptiva política y económica de Estados Unidos, y han criticado la depredación y la barbarie practicadas en los años recientes por la Casa Blanca y el Pentágono a escala mundial. Uno de los factores que potenciaron el acercamiento de América Latina con Irán y otros países fue precisamente el anuncio de que Estados Unidos operará bases militares en Colombia, medida que vulnera la soberanía de ese país y constituye un elemento de tensión regional.
Por lo que hace a Irán, los términos empleados ayer por Clinton no sólo marcan un retroceso respecto de los gestos de distensión que el presidente Obama había tenido hacia la república islámica en los primeros meses de su gobierno, sino que recuperan los puntos centrales de la campaña de hostigamiento emprendida contra Teherán por la administración de Bush, y merman las posibilidades de que Washington consiga un aliado confiable que pudiera ser un factor de estabilidad en el conflictivo Medio Oriente.
En suma, las declaraciones de la titular del Departamento de Estado permiten ponderar el grado de arrogancia imperial que aún permea la política exterior estadunidense, y constituyen, junto con el discurso pronunciado el pasado jueves por el propio Obama en Oslo, un duro revés a las esperanzas que suscitó en ese aspecto el arribo del político afroestadunidense a la Oficina Oval.
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