por Delia Proenza Barzaga, Períodico Escambray

“Yo quisiera tomarle la mano, pero imagínate, seguro no me dejan, ¡ella es quien es!”, escuché decir a la niña que justo a mi lado esperaba por la dueña de una voz de ángel. El concierto acababa de terminar con la conmovedora idea de tejer una ronda. La cantante se la había pedido prestada a Teresita Fernández y lo consiguió: manos tomadas, voces en coro, toda una diversión en la que los pequeños disfrutaban, mientras unos mayores evocaban sus arrullos en brazos de la madre o la abuela y otros sentían el calor de sus hijos al prodigarles los cantos.

“¿De quién hablas?”, me hice la desentendida y pregunté a la infanta. “¡De Liuba María Hevia! Es una artista muy especial, yo quisiera ser como ella”. La linda mestiza de apenas nueve años llevaba la añoranza adornándole el rostro. A su alrededor, al menos un centenar de chiquillos y el doble de mayores aguardaban la salida de la mujer que, ataviada de blanco y con una bufanda de tonos violáceos, había regalado más de una hora de su arte. En un verdadero acto mágico, sin perder ni por un segundo la comunicación con su público predilecto, la trovadora mantuvo en vilo los corazones y suscitó en el público una sensación de bienestar pocas veces lograda por cantante alguno. Resucitaba títulos de la más popular autora de temas infantiles y de Ada Elba Pérez, la joven y siempre recordada compositora de Jarahueca; prodigaba los propios. Todo con la misma gracia con que hizo caer adonde no quería al granito de canela, y con el sentimiento de la palangana vieja repleta de violetas, o de las latas del basurero brillando a la luz de la luna. “Como mismo una vez Teresita, sin conocerla yo mucho todavía, me regaló esta canción, yo ahora se la regalo a ustedes”, declaró en el segundo de los casos.

Y una vez cerrados los aplausos, cuando más de una institución premió su quehacer con reconocimientos merecidos, Liuba entró a un ala de la Biblioteca Provincial Rubén Martínez Villena, donde el asedio de ternura se prolongó por casi dos horas. Cada cierto tiempo, una niña o un niño salían, rebosantes de alegría, con un libro, una postal, una pegatina o hasta una servilleta firmados por la joven artista. Junto a la puerta donde ella autografiaba, mientras el equipo de Centrovisión Yayabo aguardaba por sus declaraciones, una multitud esperaba resuelta.

“Venga, abuela”, escuchó la anciana que apenas comenzó el concierto captó la atención de la creadora. Desde la mínima tribuna que la hacía imperceptible a la vista de muchos, Liuba María le lanzó un beso y recibió otro de vuelta. Un miembro de su equipo había venido a acompañar a María Antonia a petición de la propia Liuba. Y allí esperó ella pacientemente, ansiosa por saludar a la responsable de una de las pasiones de su nieta. Tan pronto la vio, la trovadora aplazó los retoques a su maquillaje y abrazó a la mujer con su mejor sonrisa. “Ella adora su arte, y su esposo, ginecobstetra eminente de esta provincia, ha traído al mundo a muchos niños”, le deslizó alguien del público. Y enseguida vino la foto que alguno se encargó de tomar, como tantas otras procuradas por padres, madres, abuelas, tíos o amigos de los destinatarios de sus melodías.

Justo cuando el trencito pedía un carril de pimienta y ají, y a tiempo para sentir la complicidad de tantos, la abuela de Fabio y Arleen se acercó, con ellos de mano, en busca de las letras que se les esfumaban desde el flanco izquierdo. En tanto, la aspirante a artista que suspiraba por tan solo un leve contacto físico, queriendo asomarse al mundo de fantasía contenido en las composiciones, hacía tiempo. Tarareaba feliz, segura de que un ángel que esa mañana había regalado sueños a enfermos de corta edad en una institución hospitalaria, y que había entregado, gustosa, su corazón al Yayabo, no la dejaría con las ganas.