Las ruedas de la Revolución

Martí levantó una Revolución que venía de Céspedes y buscaba a Fidel, pero que no cesa con uno ni otros.

Martí levantó una Revolución que venía de Céspedes y buscaba a Fidel, pero que no cesa con uno ni otros.

Es muy probable que, después de febrero de 1895, la idea y la mano de José Martí nunca hicieran tanta falta como en este. Si entonces se destapaba a la manigua la Guerra Necesaria amorosamente tejida por el Maestro, en los actuales días de relevo trascendental requerimos su presencia, para sostener la Revolución Imprescindible. Pero el Héroe de Dos Ríos, dígase de cara al sol, no puede ser el venerado explorador de futuro sino el guía acompañado del presente.

Los símbolos son siempre más que símbolos. La reunión de grandezas que en poco más de un año hemos visto producirse en el cementerio de Santa Ifigenia y en otros puntos no es el mero acercamiento de tumbas sagradas que ya estaban allí, sino la preparación para serias contiendas venideras. Y el que vea en ello solo una decisión del presente está, al menos, desinformado: desde su adolescencia, José Martí trabajó para reunir y reunirse, en pinar patriótico, con «viejos» como Mariana y Céspedes y «nuevos» como Fidel.

Ellos, que desde otra dimensión de la Historia saben la importancia de que los cubanos les observen en clara cercanía, discuten juntos, en campamento santiaguero, la Revolución del siglo XXI. Es la unidad en la vida, hasta la muerte, que defendieron a un costo conocido; y en la muerte, por la vida, que infinidad de patriotas, tengan la fe que tengan, aprecian perfectamente en los cuatro.

En caso de que todavía alguien quiera ubicar en un solo lugar la efeméride múltiple que conmemoramos, es mejor que conecte el glorioso 24 de febrero de 1895 con este de 2018, no menos retador, y sienta que vivimos, también, el Grito de Santa Ifigenia. Si hace 123 años hubo unos 35 puntos de alzamiento, sobre todo en Oriente, sostener hoy semejante espíritu en torno al tronco moral de la nación requiere levantar al unísono, con millones de ramas mestizas, blancas y negras, la Isla en pleno.

Tal era la obsesión bienhechora del Apóstol: la unión, ese resorte esencial de cada episodio cubano. Donde ella cayó, fallamos; donde ella falló, caímos.

En junio de 1892, en Patria —el nombre más hondo que ha tenido jamás una publicación nuestra—, Martí publicó su «Adelante, juntos», artículo en el que llamaba a los hijos de la Isla a abrir corazones y a cerrar filas en torno al Partido Revolucionario Cubano, esa formación proclamada dos meses antes y fundada, según juicio suyo asentado en ese periódico, para «… seguir la obra radical de los padres y criar raíces nuevas…». ¿Tendría noción de que él se erigía en vigoroso fruto repleto de semillas?

El ánimo del Partido, único en el panorama de la Revolución y unido en el aliento que fomentaba, quedó nítidamente expresado desde el primer artículo de sus bases que señalaba la voluntad de       conseguir «con los esfuerzos reunidos de todos los hombres de buena voluntad» la independencia cubana y auxiliar la puertorriqueña. Esa, la de los esfuerzos reunidos, es la mejor herramienta de avance de hoy.

Martí tenía en su pecho un manantial de ideas de bien que, en ciertas fechas, estallaban en oratorio tsunami. Por ejemplo, no podía quedar callado los 10 de octubre. En esos días, un campanazo de Demajagua le inspiraba grandes discursos con los que le buscaba nuevos novios a la patria. Fueron varios; todavía se hace imposible, leyéndolos, no querer más a Cuba y no ofrecer por ella la piel entera.

Tan heroicos como los pasajes descritos en el Diario de campaña de Cabo Haitiano a Dos Ríos donde demostró a curtidos guerreros el especial blindaje de su espíritu, fueron los meses de 1893 y 1894 que el Delegado dedicó a  conquistar en ciudades norteamericanas, centroamericanas y antillanas —verbo a verbo, hombre a hombre, peso a peso— apoyo para el estallido que sacudió el cuarto domingo de febrero del año 95.

Claro que hubo tropiezos: poco antes del Grito de independencia, cuando una lengua de más —¿sabe alguien cuánto daño han sumado a las causas de Cuba puntuales delaciones e indiscreciones?— condujo al naufragio del Plan de la Fernandina y en los muelles fue incautado el sudor hecho fusiles de centenares de patriotas, Martí, que en corta vida sufrió varios Alegría de Pío, contó como Fidel el parque que quedaba y llamó de nuevo a seguir adelante, juntos. Poco después del fracaso, escribiría a un amigo: «A otra enseguida. En mi alma no hay muerte».

Él era líder ya indiscutido que antes de llegar a Cuba había firmado en Montecristi con Gómez, «el Viejo» más recio que hemos tenido, un Manifiesto que invitaba a pelear por una república de iguales en derechos y deberes: la república de la unidad.

Martí levantó una Revolución que venía de Céspedes y buscaba a Fidel, pero que no cesa con uno ni otros. Trabajó sin descanso por reducir discrepancias entre jóvenes y ancianos, entre cubanos en la Isla y cubanos fuera de ella, entre civiles y militares… ¿No son, estos, afanes de consenso del que ama a Cuba en nuestros días?

Si en cuatro años el Grito del 24 de febrero terminó en el lamento de 1898 fue porque a la pérdida irreparable de Martí y Maceo se unió, de nuevo, otra baja en extremo sensible: la unidad de jefes militares. Como tantas veces ocurre, nuestro error fue aprovechado por el águila que, al norte, llevaba 30 años agazapada en su nido de barras apostando al cansancio de España y al desgaste de nuestras fuerzas. Los mambises fuera de Santiago eran el pueblo entero fuera de la soberanía de Cuba.

¿Quién no recordaría, en los días de ocupación de la potencia taimada y poderosa, el esfuerzo supremo de Guillermón, el gigante santiaguero que, herido de muerte por la tuberculosis, organizó aun desde una camilla el mayor ramillete de alzamientos de la fecha? ¿Quién podría evadir las continuas alertas de Martí?

Ahora que un águila albina acecha el cielo de Cuba, hay que releer «Adelante, juntos», el artículo de Martí, y recordar con él que «Quien eche por un camino cuando otros van por otro, peca: aún somos pocos, todos juntos». Hay simplemente que recordar su idea de que «Quien le quite una rueda al carro, peca gravemente…», llegar en cuerpo y alma a Santa Ifigenia y pedirle misiones a él, a Céspedes, a Mariana y a Fidel, las cuatro ruedas del carro de la Revolución.

(Tomado de Juventud Rebelde)

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